24/10/08

La miseria en el monte formoseño


LA VOZ DEL INTERIOR En Formosa
Por Ivanna Martin

En Las Lomitas, 350 kilómetros al oeste de la capital de Formosa, unos 1.700 aborígenes wichis y pilagás sobreviven a una pobreza extrema. El monte formoseño registra el índice más elevado de necesidades básicas insatisfechas de Argentina y para quienes lo habitan mantenerse con vida es bastante difícil.
Allí la temperatura oscila entre los 35 y los 46 grados, con casi 50 de sensación térmica. En los últimos nueve meses el calor y el viento norte se unieron a la falta de lluvias y la sequía acabó con la totalidad de las siembras de los indígenas. Además, hubo una gran mortandad de animales. Cuando estas etnias abandonaron sus tradicionales asentamientos sobre el río _donde vivían de la pesca_ y se internaron en el monte, nada hacía prever tan dramática situación. Sumergidos en la miseria, hoy los aborígenes son protagonistas de una dura realidad. Además, no logran integrarse con los "criollos" (hombres del campo) y los "blancos" (gente del pueblo o la ciudad, según la división social que hacen los propios habitantes del lugar) y son víctimas permanentes de la indiferencia. En Las Lomitas existen 12 comunidades aborígenes: el 60 por ciento corresponde a la etnia wichi y el resto son pilagás.
Durante varios días, LA VOZ DEL INTERIOR recorrió dichos asentamientos y fue testigo de la delicada situación. Los principales padecimientos se traducen en hambre, desnutrición, enfermedades infecciosas, analfabetismo, desocupación y desintegración familiar, entre otros males. Una situación similar atraviesan los aborígenes tobas del Chaco, cuya realidad social se reflejó en estas páginas tres meses atrás.

Costumbres
A pocos kilómetros del pueblo de Lomitas, entre algarrobos, palos santos y quebrachos se emplaza Cacique José Mistol, una comunidad de 120 familias wichis o "matacas" (término despectivo que les dieron los colonizadores). Viven en aldeas circulares y chozas separadas entre sí por estrechos senderos.
En una de las casas Amancio Cáceres, un wichi de más de 100 años y cacique de la tribu, aguarda la muerte. Hace unos meses anunció su "partida" e indicó cómo deben sepultarlo. Cuando llegue el momento, los hombres deberán cargarlo en una carretilla y enterrarlo en el monte, sentado y sin ropas. Además, deberán colocar a su lado una botella de agua "por si tiene sed". Si el pedido del jefe máximo no se cumple, un maleficio caerá sobre toda la comunidad. Pero a pesar de la angustiosa espera, por estos días en la aldea reina una calma absoluta.
Apostado contra una de las paredes de su rancho de barro, ramas y paja, un aborigen observa cómo juegan varios "changos" (niños).
Casi sin moverse, el indígena levanta una mano y a la fuerte voz de "amtena" (hola, está todo bien) nos da la bienvenida. Para los "blancos" el hombre dice llamarse Julio. Para los suyos es, simplemente, Lumút (jirafa, en el idioma wichi). En la comunidad, según la tradición, todos poseen nombres de animales. Lataj (caballo), Ajnú (burro), Ujú (gallina), Sitoqué (pájaro), Ajletá (yacaré) y Silocoi (gato) son los "changos" que corretean descalzos junto a Lumút y sólo algunos de los más de 30 que viven en el asentamiento.

Sin recursos
Es casi el mediodía y en la comunidad no se divisa a ninguna mujer. Todas fueron a pie hasta el pueblo a vender artesanías. Hombres y niños aguardan impacientes su regreso, que significa la posibilidad de comer o no ese día.
Cuando las mujeres obtienen dinero por sus ventas compran harina o fideos y el estómago de unos pocos afortunados deja de chillar de hambre por algunas horas. La mayoría de las veces las 'chinas' canjean sus productos por alimentos. Pero los wichis no conocen la leche, las frutas ni las verduras y pasan días enteros sin comer. Cuando lo hacen, el "lujo" tiene lugar solamente al mediodía.
Las mujeres organizan el hogar: cuidan los niños, hacen artesanías con fibra del chaguar (vegetal que siempre abundó en la zona pero que ahora escasea por la sequía), buscan alimentos y venden leña. Los hombres, en cambio, se quedan en la choza y muy pocos trabajan como hacheros. "Antes hacíamos changas en Lomitas pero ya no hay trabajo", dice Alberto mientras prepara el hacha para ir al monte en su vieja bicicleta. Además, los hombres son los encargados de cazar carpinchos, chanchos y animales para comer, pero en el monte "ya no quedan", según Lumút.
Los wichis poseen escuelas _construidas por el Gobierno_ que están a cargo de maestros 'blancos' que enseñan en wichi y español. Sin embargo muy pocos chicos van al colegio y, muchos menos, completan sus estudios.
"Los changos aprenden en la escuela, nosotros no les enseñamos nada", dice Palomo, quien _al igual que cada uno de los wichis que conocimos_ nos habla, pero no nos mira. Sus ojos se clavan en un punto fijo, miran al más allá. Pero jamás se cruzan con los nuestros.
Temor, vergûenza, sentimiento de inferioridad e indiferencia son algunas de las respuestas de la gente del pueblo para explicar dicha actitud. Idéntica escena se repite en Cacique Mistol, en Lote 27, El Simbolar, La Pantalla y cada comunidad que recorremos. Los wichis están rodeados de un halo misterioso muy difícil de descifrar.

Organizados
En Las Lomitas también existen aldeas pilagás y _aunque están mejor organizadas_ también sufren las consecuencias de la pobreza y la sequía. A unos 40 kilómetros del pueblo, Campo del Cielo _con unas 80 familias_ es la comunidad pilagá más grande. Una de las pocas que posee el título de propiedad de las tierras.
"Teníamos zapallos, sandías y maíz y perdimos todo por la sequía", explica David Duarte. A diferencia de los wichis, los pilagás son más accesibles y predispuestos al diálogo. "Cada vez estamos peor, sólo comemos miel de los panales del monte", apunta.
"Antes vivíamos de la pesca y vendíamos cueros de iguana, gatos y yacarés. Ahora no valen nada y nadie los compra", explica una pilagá de 67 años mientras forma un ovillo con lana negra de las ovejas que posee la comunidad. Para sus artesanías también usan hojas de carandillo (una especie de penca) con las que tejen canastos y recipientes. Además, elaboran ponchos, tapices y alfombras que tiñen con el jugo del tronco del algarrobo.
"Acá muere mucha gente: chicos, mujeres, hombres... todos mueren de hambre", susurra Duarte. "A mí no se me murió ningún hijo... todavía", agrega preocupado. Así de cruda es la realidad.
La desnutrición infantil golpea cada vez con más fuerza en el monte formoseño (ver "Abanico de enfermedades"). La falta de alimentos provoca estragos y el agua siempre constituyó un problema. La mayoría de las comunidades no cuenta con el vital elemento y debe recoger el agua que cae los días de lluvia. Cuando llueve.
Algunas comunidades tienen molinos provistos por el Gobierno junto con algunas viviendas de material. Pero para los pilagás, lejos de ser una ayuda útil, esas viviendas simbolizan "un error" ya que no se adaptan a su forma de vida original. Por eso, detrás de las casas construyen sus propias chozas de barro y paja "para vivir bien".
En cada choza vive una familia hacinada y en las "mejores" sólo hay una o dos camas de troncos y chaguar en la cual duermen juntos niños y adultos. Para evitar las picaduras de las vinchucas que anidan en los techos de paja, pasan las noches al aire libre. Los primeros rayos del sol los despiertan cada mañana anunciando que deben sobrevivir a un nuevo día de calor sin agua ni alimentos.
La semana pasada el Gobierno de Formosa decidió decretar la emergencia agropecuaria en todo el territorio provincial. La sequía causó pérdidas por casi 45 millones de pesos. Pero wichis y pilagás, ajenos a cualquier déficit y olvidados en el monte, siguen enfrascados en ganar la difícil batalla contra la adversidad para conservar su tesoro más preciado: la propia vida. Misión que se hace cada vez más imposible.
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Abanico de enfermedades

Actualmente la tuberculosis afecta a gran parte de la población aborigen de Las Lomitas y aunque es el principal mal que se registra en la zona, no es el único. Muchos indígenas padecen mal de chagas (causado por las vinchucas que anidan en los techos de paja de los ranchos), lepra, infecciones respiratorias y pulmonares, cólera y diarreas. Además, la desnutrición infantil y la tasa de mortalidad en niños de hasta 5 años son muy elevadas.
Las wichis y pilagás son consideradas "comunidades de alto riesgo". Tal es el caso de la primera epidemia de cólera que azotó a la Argentina en 1994 y que causó la muerte de una gran cantidad de aborígenes. Otras enfermedades son el producto de una dieta alimentaria descompensada (cuando consiguen alimentos, los indígenas consumen carne pero nunca frutas ni verduras).
Según las estadísticas, hace 10 años el 45 por ciento de los pilagás ya estaban afectados de tuberculosis y el 35 por ciento de los wichis padecían enfermedades venéreas.

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Curación natural

Los aborígenes apelan al poder de la naturaleza para sanar sus enfermedades, al igual que en los tiempos más remotos. "Nos curamos con plantas, todas sirven y los más antiguos conocen los secretos", explica Saravia, un wichi de la comunidad La Pantalla.
Con las hierbas medicinales que usaban sus ancestros los indígenas todavía curan heridas. La hoja de vinal y el jugo de algarrobo son ideales para combatir la conjuntivitis, el "ojo redondo" sirve para las diarreas y la cáscara de chañar para la gripe. Además, cada comunidad tiene su propio brujo o curandero. "A través de la imposición de manos y de sus oraciones o palabras sagradas cura a la gente. Es sabio y guía espiritual", cuenta Saravia.

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